Los claroscuros de Alan García

 In Columnas

La vida de Alan García es casi tan compleja como su muerte. Uno de los políticos más exitosos en la historia de Perú fue también uno de los más odiados y sumió al país en una de sus crisis económicas y políticas más duras. Con su suicidio, García decidió, por última vez, que el que ponía los términos de sus contratos era él. Su muerte es una extensión, o quizás una profundización, de la inestabilidad personal y política que lo marcó siempre. Al final del día, quiso decidir por sí mismo si lo juzgaban como un corrupto o como un héroe.

 

La vida política de García fue siempre grandilocuente. En Perú se decía que su labia era capaz de convencer a cualquiera. Sin embargo, sus dos gobiernos no estuvieron exentos de polémicas y reprobación. En el primero la inflación llegó al 7.000%, y en el segundo salió en medio de acusaciones de enriquecimiento ilegal y corrupción. García fue siempre de gestos grandes, de política de espectáculo y de alianzas estratégicas.

 

Pero más que un elogio o análisis crítico de la vida y obra de García, su decisión está marcada por la reciente ola de detenciones de políticos peruanos. Los escándalos de corrupción asociados al caso Lava Jato se han convertido en la peor pesadilla de todos quienes han ejercido poder en el Perú. Pero el temor de García de ser detenido quizás no era tan irracional como se cree.

 

El celo de la fiscalía peruana ha sido motivo de loas en otros países. Pero ese mismo celo ha ido acompañado de decisiones poco comprensibles en un estado de derecho. El expresidente Ollanta Humala pasó nueve meses en prisión preventiva, sin condena, y aún espera que se desarrolle el juicio en su contra, casi a un año de su detención. Otro expresidente, Pedro Pablo Kuczynski, acaba de ser detenido y se anunció una prisión preventiva de tres años, sin que medie condena para ello. En el caso peruano, ese celo persecutor a veces parece ensañamiento: queda la pregunta de si el principio de inocencia y el estado de derecho están realmente por encima del afán de venganza.

 

Es en ese contexto en que García tomó la decisión de terminar con su vida. Quizás pesó su megalomanía, o sus supuestos desvaríos en salud mental, pero sin duda que su miedo a enfrentar a la justicia terminó por darle el impulso final. Ya no habrá claridad sobre su culpabilidad, más allá de las sospechas fundadas sobre su enriquecimiento ilícito.

 

El proceso judicial en Perú está lejos de concluir. Con el tiempo, la muerte de García puede quedar como un hito más en una larga línea de eventos complejos. Queda por determinar la responsabilidad de los otros políticos involucrados y, por cierto, reconstruir un sistema público infectado en su núcleo por la corrupción. Pero el legado de Alan García hoy es más complejo que nunca. Su vida, su muerte y su obra serán analizados al detalle para determinar lo que es obvio: era un hombre de profundos claroscuros.22

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